Moradas de Apolo

La pujanza de la sociedad valenciana de finales del siglo XVII contrasta con la parálisis del Estado y la decrepitud del rey Carlos II. Entre los profesionales de la literatura y los de la erudición y la ciencia -los novatores- no sólo hubo un segmento de espectadores y lectores; también medió un núcleo dinámico, inquieto y creativo sin cuyo concurso la modernidad apenas hubiera conseguido enraizar entre nosotros. Esta minoría no cultivó sus aficiones en privado; antes al contrario, se organizó y asoció formando academias. En su seno, una parte nada desdeñable de la élite local, además de consumirla, produjo también cultura. Aquellos académicos -poetas, dramaturgos, músicos y bailarines aficionados- se divirtieron honestamente y se familiarizaron así con los refinamientos exigidos por la nueva civilidad cosmopolita del Barroco. Pero -ante todo- alcanzaron a rentabilizar socialmente la proyección pública de sus inquietudes artísticas en sendos edificios de elevado valor ceremonial y político -el Palacio Real y el Palacio de la Generalidad- que, gracias a las academias finiseculares, trocáronse por un tiempo en metafóricas moradas de Apolo.