Víctor Iranzo; un tendero entre Bécquer, Llorente y Llombart

    Víctor Iranzo; un tendero entre Bécquer, Llorente y Llombart

    Su nombre y algunos pocos versos suyos aparecieron, fugaces, en la impagable compilación de Eduard Verger del 1984 –ahora reeditado por la Institució Alfons el Magnànim en Antología. Victor Iranzo–, año en que su obra completa estaba desperdigada ya, o casi, publicada hacía alrededor de cien años y prologada por Teodor Llorente, maestro, modelo y amigo suyo. A estas alturas aquella edición es todavía más antigua, debe de valer mucho más dinero y continuará siendo, seguramente, materia de exclusivo y oscuro deseo de bibliófilos. Así las cosas, la Antología del poeta que aparece este año en la Biblioteca d’Autors Valencians del mismo Magnànim es una buena oportunidad para reencontrar un autor que al menos habría que tener en cuenta, porque Iranzo no es –del todo– cualquier poeta renacencista.

    Su historia empieza a Aragón y acaba en València. Con 12 años se trasladó a la ciudad, donde entró de aprendiz en un establecimiento de telas del barrio del Mercado. Mucho tiempo después sería de su propiedad y fue allá donde, en cierto modo, se aceleró todo, porque en la trastienda se reunían a hacer tertulia algunos de los miembros de la fauna de poetas del momento: de una fauna pequeñoburguesa, ordenada, mesurada y reformista, que le sirvió de guía y de ejemplo. Iranzo, entonces, ya escribía versos. Flores sin aroma (1871) es su primera compilación: un indicio, solo, y una copia adolescente, precaria y mimética, de aquella poesía castellana que leía. Mientras tanto se atrevía con la prosa: hay un manuscrito suyo sobre la ciudad de València, de descripciones optimistas, juveniles, muy finisecular. Mantuvo, también, alguna pelea en prensa, con motivo de unas rimas críticas con la banca, satíricas y patrioteras, e incluso tuvo tiempo para el teatro, con un precario sainete, una “uisi-cosa en valenciano” como rezaba la portada, publicado en 72. No reincidió.

    Toda aquella producción, tenía el mismo sabor: el de un romanticismo incipiente, exaltado artificialmente a ratos, como mandaban ciertos cánones, pero nostálgico, cristiano y popularista en el fondo. Iranzo, al final, era un pequeño tendero que quería pero no podía escribir como Bécquer. Católico, progresista, convencido de la redención a través del mercado y de la técnica, cuando por fin pasó de una lengua a otra en su posterior poesía valenciana, más madura y más sólida, sufrió una tensión parecida. Era un salto muy natural, por cierto. La ciudad de finales del XIX, hablaba valenciano. El pueblo lo hacía, al menos. Y el pueblo era mayoritario.